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jueves, 22 de abril de 2010

CAGARRUTAS IMPERIALES


Crecí en una familia de rancio abolengo extremeño,
tan católica, apostólica y romana como monárquica
a la antigua usanza.
Aquel clan de cristianos viejos, en el que mi querida
abuela ejercía un matriarcado omnipresente, había
vivido muy de cerca la guerra civil, de modo que a su
respeto eclesiástico se sumó la admiración por Franco
que había salvado al abuelo de morir quemado en
la iglesia del pueblo a manos de las hordas marxistas.
No obstante, mi abuela, quizás porque yo era su
ojito derecho, me previno seriamente contra los falangistas:
" Con esos no te juntes, que son unos ordinarios..."
Así que me fui haciendo mayor con un rechazo creciente
hacia las montañas nevadas y las banderas al viento
Era ver una camisa azul y cruzarme de acera.
Era toparme con el yugo y la flechas y salirme urticaria.
En una ocasión me propusieron participar con ellos en
un campeonato de natación y fingí una enfermedad
para no tirarme a la piscina.
Nunca le presté mi colección de tebeos de Supermán
a ningún zangolotino de la Organización Juvenil
Española y jamás compartí con ellos la bicicleta.
Y como dentro del colegio no había más remedio
que cantar de cuando en cuando los himnos del
imperio, nos las ingeniábamos para cambiar la letra
de algunas estrofas sin que se dieran cuenta las
autoridades religiosas.
Cuando había que cantar aquello de
"voy por rutas imperiales...", decíamos "cagarrutas
imperiales" y cuando tocaba elevar el espíritu con
"quiero levantar mi patria, un inmenso afán me
empuja.." cantábamos alegremente
"quiero levantar mi pata, un imbécil va y me empuja..".
No se merecían otra cosa aquellos ordinarios,
¿verdad, abuela?.

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